viernes, agosto 14, 2020

 Soy detective. Junto a mi compañero Jim Gordon vamos a una oficina del microcentro, buscando a Hannibal Lecter. El recepcionista del edificio es un compañero mío, re random, del secundario. De esas personas que no sabías que recordabas hasta que las ves en fotos o en sueños. Le digo: "Tengo que hablar con dos personas acá: En los laburos siempre hay un tipo del que todos piensan “ese es un psicópata” y hacen chistes en la máquina de café sobre como algún día los va a matar a todos. Primero hablemos con ese, para disimular. Pero debe haber otro del que ni en pedo sospechan, uno que creen noble y tranquilo… incapaz de herir a una mosca: ESE es nuestro asesino”.

Alguien pasa corriendo por al lado nuestro y sabemos que es él. Intentamos seguirlo pero no podemos alcanzarlo. De repente el microcentro porteño está lleno de callejones caricaturescos por donde escapar. Siempre hay un recoveco para doblar y dejarnos de garpe, unos tachos de basura para tirarnos en el camino y hacernos tropezar. El criminal atraviesa las avenidas inmune al tránsito. Mientras que los autos se materializan como avalancha de metal incontenible en cuanto nosotros ponemos la punta del pie en el asfalto. Dando vuelta a una esquina me llevo puesto a un pibito y se me escapa un tiro. Llora, cuando voy a atenderlo noto que no está sangrando por ningún lado. Llora, agudo, llora, perfora, llora, me molesta, llora, quiero tocarlo, llora, no lo encuentro, llora, necesito apagarlo, llora, alarma, llora, apagar, llora.

El cuarto se derrite a mí alrededor, contra la pared veo un reflejo anaranjado. Debe ser el celu, aunque no hace luces cuando me llaman. Lo más probable es que sea fuego, no me preocupa demasiado. Intento darle la espalda a las llamas. Sigo inmóvil, las sábanas me agarran a la cama. Me duelen lágrimas que nunca llegan a mojar mis ojos. Los gritos me desgarran la garganta pero no salen, algo me aplasta el pecho. Hago fuerza y empiezo a dar manotazos en la oscuridad, no puedo hablar. Mis compañeros de casa están en el cuarto de al lado, si pudiera gritar…

Las sábanas vuelven sobre mí cada vez que las empujo, tratan de llegar a mi cuello y asfixiarme.

¿Será que tengo algún problema para respirar allá afuera? del otro lado...

Logro sentirme, muevo un dedo y…

Mi cuarto. Las paredes llenas de posters, estáticos. La ventana, quieta. Puedo ver el celular arriba de la mesa de luz. Desde la otra punta el sonido de música y risas se filtra por el marco de la puerta. Tengo miedo de volver…

Esta vez no me engaña ni un poco, de entrada es claro que las sábanas intentan matarme. El cuarto se licua y amenaza con inundarme. Esta vez sé que es inútil mover este cuerpo, que debo concentrarme mucho para llegar al otro. 

Otra vez mi cuarto, el reloj indica que apenas pasaron unos minutos. En el cuarto de al lado siguen divirtiéndose sin enterarse de nada. Les mando un mensaje de whatsapp, espero que vengan a rescatarme.

Abro los ojos, ya no hay ruidos. Reviso el celular, nunca mandé ningún nada. Me acuerdo de mi vieja diciendo “tomá agua y se te pasa”. Hasta el tono de desdén, de no-rompas-más, resuena en la imagen auditiva.

Recordando la cura vuelve un caballo bípedo cuyos ojos se hunden en las cuencas y le salen por la boca, eso creo que era a los tres años en un departamento de calle Yerbal. Como los siameses que querían cortarme al medio con una espátula, completar las mitades que les faltaban, armarse cuerpos nuevos para poder separarse. En especial, recuerdo el horror de saber todo su plan sin que lo digan. También vuelve el duende blanco de porcelana. Ese que me esperaba en el baño de la casa de Barracas, a los siete u ocho años.

No son buenos augurios, pero bebo unos tragos de agua y me acuesto…

Algo o alguien me persigue por un parque de diversiones abandonado. De esos yanquis que acá no existen (salvo clavados en nuestros imaginarios, por supuesto). Corro con una hijita o una hermana pequeña en brazos, su llanto hace muy difícil el escape e imposible esconderse…

A veces miro el reloj, otras me doy vuelta directamente…

En la sede de la facu están Maradona, Fidel y el Che. Hay que matar a uno. Nuestra responsable política no duda y mata al Diego de un balazo al pecho. Las fuerzas de seguridad se materializan para llevarsela de la asamblea. Brillan los flashes de cámaras que jamás pisarían nuestra casa de estudios. Inmediatamente miro al resto de los pibes de la agrupación mientras las palabras brotan de mi boca: “Tenemos que hacer un posicionamiento al respecto de esto y publicar un comunicado hoy mismo, antes que las demás orgas nos primereen”.

Miro el reloj.

Una playa tropical, con cabañas de tela, la cual a su vez está adentro del patio de una casa chorizo. La primera casa donde viví solo. Por entre las telas espio que los detectives revisan las otras cabañas, se van acercando. Tal vez logre acabar y vestirme a tiempo…

Me doy vuelta.

Alarma, si no me levanto ahora no me baño.


Me ducho cantando mientras la bañera se transforma en bondi. Estoy mojado, desnudo y el cincuenta está lleno. Saco ropa de la mochila, me visto rápido antes de que nadie me vea. Llego al laburo confundido, todavía chorreando, no saludo a nadie. La compu ya está prendida y haciendo cosas cuando me siento en el escritorio. No termino de entender por qué me pagan por acariciar las teclas todo el día mientras ella hace todo el trabajo.


Última alarma, ahora ya llego tarde. Salgo.



No hay comentarios.: